4 febrero, 2017

Seeking Adventure: Un viaje sin anestesia por Pirineos, Parte 2 de 3

A la mañana siguiente nos levantamos temprano, con los cielos azules y el aire frío. Nos esperaba un día grandioso, a priori el más duro del viaje.

Atravesábamos la comarca de Guara para llegar hasta Aínsa y nos fuimos dando cuenta de que Guara no revela sus secretos a cualquiera así como así; y sabíamos que para superar aquella jornada tendríamos que pagar un caro tributo en sudor… y puede que también en sangre y lágrimas. Durante toda la mañana y al comienzo de la tarde recorrimos el sendero más sublime; antiguas rutas comerciales que a duras penas resistían el empuje invasor de la vegetación. No fue nada fácil elevarnos camino arriba sobre enormes rocas escarpadas, para después caer en picado por la otra cara, por senderos pedregosos muy técnicos. En estos lugares dependíamos de verdad de nuestro equipamiento: si la bici se rompía allí significaría la ruina de nuestro viaje, e implicaría una larguísima caminata.

Por suerte para nosotros todo salió a la perfección y conseguimos atravesar Guara, alcanzando los límites de la Zona Zero a primera hora de la tarde. Con Aínsa a la vista recorrimos algunas etapas de la carrera EWS, en la que habíamos tomado parte el año anterior; sus senderos bien trazados eran todo lo contrario de las rutas a contracorriente de Guara. Nuestro grupo entraba en Aínsa rodando con fatiga, justo cuando el sol se ponía y la noche cubría las montañas con su manto de oscuridad. Nosotros no llegamos ni a nuestros apartamentos, sino que en lugar de eso decidimos abastecernos inmediatamente de líquidos, y a continuación de combustible (¡cerveza y pizza!) Todo el mundo durmió a pierna suelta aquella noche.

A la mañana siguiente el día prometía buen tiempo y teníamos previsto una ruta más bien fácil. Pero… ¡de eso nada! ¡Fue otro día duro en las montañas! Teníamos un ascenso desde Aínsa que de fácil tenía lo que el resto del día: bien poco. Habíamos decidido adentrarnos en los altos Pirineos por un antiguo acueducto que colgaba desde lo alto de  los despeñaderos, dominando el valle. ¡No era una ruta apta para gente con vértigo! Fuimos toda la ruta ascendiendo durante casi toda la mañana antes de disfrutar de un descenso técnico lleno de tramos serpenteantes y resbaladizos, valle abajo hasta el fondo. Otro ascenso de primera, y a continuación más o menos una hora cargando la bici hasta una cumbre montañosa muy expuesta.

Siempre he dicho que si quieres recorrer en bici las mejores rutas, en algún momento no tendrás más remedio que llevar la bici a cuestas, y sigo pensando lo mismo. Nos costó lo nuestro coronar la cima de aquella montaña, con el día de ayer pesando todavía en nuestras piernas, y la montaña parecía erguirse delante de nosotros, desafiándonos a dar el siguiente paso. Valía la pena, sin duda. Seguro que sí. Descendiendo desde la cumbre llegamos hasta algunas zonas en las que hubiera sido suicida adentrarse en bici, pero seguimos descendiendo lentamente hasta alcanzar unos tramos algo más suaves donde la ruta se volvía transitable y podíamos avanzar algo mejor.

La velocidad iba en aumento y empezamos a jugar con los límites de tracción en unos hermosos rincones,  descendiendo a través de los prados alpinos y cruzando vertiginosamente los bosquecillos de alta montaña. De alguna manera  nos vimos de repente a nosotros mismos compitiendo otra vez contra otra puesta de sol, y ya era más que evidente que la luz que nos llegaba  en los tramos de bosque no bastaba para seguir el recorrido, pero lo compensamos aportando algo de adrenalina en el descenso. De pronto se acabó la pista y aparecimos de sopetón en un bar, donde había una cama para pasar la noche. Nos refrescamos con cerveza Tronzadora, autóctona del lugar, cuyo beneficio se destina en parte a la limpieza y el mantenimiento de los caminos de la Zona Zero. ¡Y dormir tampoco fue problema esa noche!

Aquel día agarramos las bicis y abandonamos nuestro alojamiento de madrugada. El cielo estaba despejado, pero se veía empañado por una neblina baja y algunos nubarrones en el horizonte. Teníamos planeado recorrer un tramo de carretera hasta el inicio de la siguiente ruta, pero charlando con el camarero por la noche (por supuesto en el marco de nuestras averiguaciones, je, je) nos enseñó un sendero que partía desde nuestro parador y nos llevaba directamente hasta la cabecera de la siguiente ruta. La gente estaba cansada y somnolienta, pero la cosa cambió rápidamente cuando empezamos a descender por el sendero más técnico a todo trapo, más desafiante todavía con el rocío de la mañana, por un tramo escarpado, plagado de raíces y rocas. Era todo un reto tratar de seguir montado, manteniendo la velocidad bajo control en aquellos auténticos laberintos, y en el momento en que llegamos al fondo del valle teníamos los ojos como platos; estábamos rebosantes de vida.

¡Qué modo de despertarse! Si pudiéramos hacer eso cada mañana, creo que el mundo sería un lugar mucho mejor de lo que es. Las dos horas siguientes las pasamos elevándonos más y más arriba, en  las montañas, ¡y no era la cima! Allí volvimos a cargar las bicis a la espalda y nos pusimos a escalar, sube que te sube. Durante algunas horas nos dedicamos a llevar a cuestas, empujar y montar las bicis en un paisaje sin rastro de verdor que se había vuelto marcadamente lunar. Montados en las bicis recorrimos una angosta trocha hollada sobre rocas negras, a una altitud de 2700m, con los pulmones gritando y las piernas ardiendo. De pronto alcanzamos la cima y nos acomodamos detrás de unas extensas rocas (allá arriba hacía frío, a pesar de que el cielo estaba despejado) y almorzamos bocadillos de queso y chorizo. Desde allí ya todo era seguir cuesta abajo; siempre abajo hasta llegar a lo más hondo del valle. ¡Vaya descenso! Resulta muy manido decir que tenía un poco de todo, pero en este caso me voy a permitir la licencia de caer en el tópico.

Atravesamos las altas montañas por un antiguo puerto que antaño servía para llevar madera de España a Francia, descendiendo desde los 2700 m hasta los  1300 m de altitud por una senda increíble que te transportaba cuesta abajo desde la alta montaña alpina hasta la vega del río, pasando por prados y bosques antes de convertirse un camino de ribera. Durante el descenso me vi a mi mismo detrás de Sam, él en la Occam AM y yo en la Rallon. Las dos bicis eran rápidas en sitios distintos, y Sam y yo éramos los mismos, aunque Sam es mejor corredor y por lo general era más rápido que yo. El ritmo fue en aumento y empezamos a jugar al gato y al ratón hasta el pie de la montaña, poniéndonos a prueba a nosotros mismos y a nuestras bicis hasta el límite, sin apenas parar a disfrutar del marco incomparable que estábamos atravesando montados en nuestras bicicletas.

Cuando llegamos a donde se ensanchaba el valle, avanzada ya la tarde, nos esperaba un 4×4 para iniciar una vez más la subida a la siguiente cumbre. Al descargar las bicis arriba, en las montañas, el sol se acababa de poner y el último rayo de luz que salvaba furtivo el horizonte nos tenía que bastar para guiarnos a lo largo del camino. Cuando después de habernos preparado tomamos el sendero que nos sumergía en un mundo de sombras entre dos montañas, la inquietud se había adueñado claramente del grupo ante la incertidumbre que lo que se cernía sobre él. Después de algunos minutos pedaleando vimos dos sombras amenazantes surgiendo de la neblina ante nosotros, y según avanzábamos se fueron convirtiendo en dos hombres que conducían sendas mulas. Les seguimos guiados por la luz de sus linternas frontales, hasta alcanzar la base de las montañas, donde había una laguna de alta montaña, o un ibón, como se le suele conocer allí. Siguiendo la orilla de la laguna, pudimos ver la luz de bienvenida de las tiendas de campaña donde pasaríamos la noche.

Abandonamos las bicis en el frío suelo y entramos en la carpa más grande, donde había luz, comida y lo más importante: ¡vino y cerveza! Aquella noche cenamos como reyes contemplando las miríadas de estrellas que fuera de la tienda iluminaban el firmamento y se reflejaban en el ibón. Contamos historias del fantasma que habita el lago, una reina mora que el día más largo del año emerge de las aguas, y que sólo puede ver aquél que tenga el corazón limpio.

Cuando ya habíamos conseguido asustarnos a nosotros mismos con historias de fantasmas, las temperaturas se desplomaron de repente. Recuperamos fuerza tomando vino y a gatas conseguimos llegar hasta los sacos de dormir, la mayoría de nosotros con la ropa aún puesta. Todos dormimos como angelitos menos la pobre Muriel, con su saco de verano del nivel de confort de 16o C. Cuando me desperté y rompí la capa de hielo que cubría la tienda para poder salir, vi a Muriel tiritando fuera de su tienda, esperando impaciente a que saliera el sol para poder entrar un poco en calor. No creo que uno pueda vivir la aventura si no es realmente a costa de sufrir. Y Muriel sí que la vivió, sin duda, aquella noche.

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