3 octubre, 2014

EL ALIENTO DE LA CUNETA

Cuando los abrió, a Regina se le llenaron de bicicletas. A ella, a quien su madre quiso ponerle el nombre de su abuela para recordarla siempre, y a Markel y Oinatz, sus dos hermanos mayores. Por ahí, el túnel infinito de los ojos, lo absorbieron todo. Los niños son así. Esponjas. Recogen y guardan todo lo que ven. Y lo que oyen. En casa de Markel, Oinatz y Regina se habla de ciclismo como del tiempo; ahora sí y luego también. Y la bicicleta es un utensilio más del hogar. Más común que una escoba; más útil que el calentador de agua. A Regina no hay quien le baje de ella. La bici es su osito. Su amiga. Se conocieron con dos añitos y ahora, cuatro añazos, ya sin ruedines y a merced del equilibrio, baja de Gatika a Mungia (5 kilómetros) junto a sus padres para comprar el pan. O va a la escuela cada mañana y protesta, y con ella sus hermanos, porque es invierno y el aire frío le duele en las manos y en la cara. Los lamentos no sirven de nada. Pedalean hasta clase. A veces Joane, su madre, antes Somarriba, la gran ciclista vasca, una leyenda que ganó un Mundial, tres Tours, dos Giros y muchas cosas más, quiere contarle con su voz dulce de sirena lo que se siente pedaleando allí arriba en las montañas, en los Pirineos o en los Alpes; explicarle que eso es la felicidad o lo que a ella le hizo feliz como le hizo dichoso a su padre, Ramontxu González Arrieta, ciclista también, escalador, ganador de una Clásica de los Alpes y gregario de Indurain en los Tours dorados de la primera mitad de los años 90. Pero no se lo dicen. Prefieren que lo vea ella misma. Y así, se le van llenando los ojos de bicicletas.

Como a mí”, dice Joane, que tiene guardada la imagen de una niña en el recodo de la carretera que sube de Bermeo hasta Sollube durante, cree recordar, una Vuelta a España de los años 70. Esa niña es ella. La llevó hasta allí, a ver a los ciclistas, su padre, que era marino y pasaba largas temporadas en la mar, pero cuando volvía era como si la puerta de casa la abriera el golpe fuerte de una ola y todo se inundara de ciclismo. “Aita era un apasionado del ciclismo y esa pasión nos la transmitió a nosotros porque era lo que veíamos en casa y de lo que se hablaba”. Era la época de la Vuelta a España en mayo, “de los retos con la bicicleta en la ikastola intentando imitar a Merckx, a Marino, a Hinault…”, recuerda Joane. La edad, también, de descubrir, de aventuras como la de subirse a una moto pequeña junto a su hermana para ir las dos a ver la Vuelta al País Vasco y regresar después bajo la lluvia, empapadas hasta los huesos. En casa tenían que aguantar otro chaparrón, la bronca de ama. Y el castigo. A la habitación. Pero se iban contentas. Esa noche soñaban con bicicletas y ciclistas.

“Es lo que pasaba en Euskadi, que había tanta tradición ciclista que esta se iba heredando como si fuese algo genético”, cuenta Somarriba; “la pasión por el ciclismo aquí viene de ver y escuchar. Y junto a la pasión se heredaba el respeto al ciclista, la admiración por esa gente sufrida que tanto se sacrificaba por un deporte tan duro como este”.

Lo comprobó ella más tarde, lo de la dureza del ciclismo y lo del respeto que se le procesa al ciclista, porque ella se sintió admirada y querida por una afición que, más aún que idolatrarle como reina del Tour, la amó. “Recuerdo el Tourmalet lleno de aficionados, de gente de casa, y de cómo estando muerta, sin fuerzas, esa visión me hacía revivir y me animaba para sufrir más aún”. Eso que cuenta lo repiten siempre los ciclistas. Una cuneta vacía deprime al mismo tiempo que una poblada de ojos apasionados ilusiona y motiva. Se lo decía el pelotón entero del Tour de 2001 a Somarriba. Aquella edición de la carrera francesa salió de Bilbao. “Fue algo inolvidable, exagerado”. Las carreteras se plagaron de aficionados. “Nunca antes, ni después, he visto tanta gente viendo una carrera de chicas. Y no lo digo yo, sino que todas las compañeras de aquel pelotón estaban alucinadas de lo que estaban viendo, del ambiente, de lo bonito que era todo aquello y de lo gratificante que era que la gente no solo me animara a mí -Joane era la heroína que defendía el trono del Tour y lo hacía partiendo desde casa, el inicio soñado- sino a todas, desde la primera a la última, con la misma intensidad”.

LA TRADICIÓN

El padre de Antón Barrutia (Iurreta, 1933) quiso abrirle los ojos. “Con un golfo en casa ya es suficiente”, le dijo cuando le contó que quería ser ciclista, como su hermano Cosme. Antón tenía 16 años, había entrado a trabajar en la cantera y ganaba 2.500 pesetas, el doble que su padre. El ciclismo, le decía para convencerle, era sufrimiento y dolor, y hambre. No hubo manera. La pasión no sabe escuchar. “Y la culpa era suya, de mi padre, que siempre estaba hablando de ciclismo, de Fede Ezquerra, de Agirrezabal, de Mancisidor. Y también de mi hermano, que ya andaba en bicicleta. De uno heredé la pasión y al otro quise seguirle los pasos”. Entonces, los años 30 de la Guerra Civil, y los 40 de la posguerra, el ciclismo no se veía, se escuchaba. “Íbamos a la única radio que había en el pueblo a oír lo que pasaba en la Vuelta a España. Apretábamos las manos fuerte y acercábamos la oreja al aparato cuando contaban la llegada a meta y nos hacía ilusión imaginarnos cómo sería ver aquello y ver a los ciclistas a los que admirábamos no porque les considerábamos héroes, sino por su nobleza, porque practicaban un deporte duro, en el que se sufre mucho entrenando con el calor, con el frío, en cualquier condición”. Antón Barrutia trabajaba por la mañana cargando ladrillos en la cantera y por la tarde, cogía la bici y se iba a ver la Bicicleta Eibarresa o la Subida a Arrate. “Iba mucha gente, más que ahora, mucha más. Y eso que se iba andando, con el bocadillo y la botella de vino porque entonces no había otra manera de ir. La afición que había era tremenda. ¿Por qué? Porque había buenos corredores, Ezquerra, Langarica y todos los demás, y siempre los hubo. Eso es lo que atraía a la gente a las carreras, que había muchas como la Vuelta a España, la Bicicleta Eibarresa, Arrate o un Gran Premio de Ondarroa que recuerdo cuando yo ya era ciclista y los de fuera, Mascaró, Company, Poblet, Serra, Masip y otros estaban acojonados del ambiente y de la manera de animar de la gente, porque nos tenían más cariño a nosotros, los de casa, claro, pero se les aplaudía a todos”. Eso fue así, dice Barrutia, hasta el enfrentamiento entre Loroño y Bahamontes, un acontecimiento cumbre del ciclismo español. “La afición se dividió”, recuerda. Era la lucha de la clase de un ciclista “un poco loco” contra la tenacidad de Loroño, “que era duro, se enganchaba a la rueda y se iba diciendo: ‘No me dejas, no me dejas’”. Ese enfrentamiento apasionó, pero trascendió lo deportivo. Cuando Dalmacio Langarica dejó fuera del equipo del Tour del 59 a Loroño para que Bahamontes fuera el único líder, le rompieron los cristales de la tienda de bicis que el entonces seleccionador español tenía en Bilbao e insultaban a su mujer cuando paseaba por la calle.

“Pero a mí siempre me recibían bien en el País Vasco, suele recordar agradecido Bahamontes. “Era increíble la afición que había allí y de la que antes de conocerla ya había oído hablar. En las carreras, sobre todo en la Subida a Arrate, se juntaba una cantidad de público que no te puedes hacer idea. Venían de todos lados, de Eibar, San Sebastián, Bilbao… A mí me querían. El difunto Juanito Txoko (alma y fundador de la prueba) me llamó una vez que no iba a correr porque estaba en cama para decirme que tenía que ir, que yo era el que llenaba la subida de público”. “Al público lo que le ha gustado siempre es el espectáculo”, abunda Barrutia; “y Bahamontes y muchos otros de aquella época o anteriores, lo daban. Eso era lo que la gente admiraba y apreciaba. Por eso se llenaban las carreteras de público”.

“Vamos a ir a correr al País Vasco”, le dijo a Pedro Delgado (Segovia, 1960) su director del Moliner cuando solo era un juvenil. Y fueron y se volvieron sin correr, fastidiados, además, enfadados. “Así que mi primera impresión fue desagradable. Me volví a casa pensando a ver qué se creían estos vascos para no dejarnos correr”, recuerda el segoviano, cuyos ojos de niño estaban llenos de bicicletas y del paisaje castellano, de los campos secos y vacíos hasta donde le alcanzaba la vista, más o menos el horizonte. “Corríamos solos, sin público salvo alguno que anduviera por ahí de casualidad”, cuenta. Se dice y es verdad que la mejor afición de España está en el País Vasco. Yo lo descubrí la segunda vez que fui y, esta vez sí, pude participar. Acostumbrado a correr sin público, me impresionó la de gente que había en las cunetas, en los puertos, en la salida o en la meta. Eso no lo había visto nunca. Y luego comprobé que era siempre así. Que en cualquier carrera de cualquier categoría había público, mucho, y no un público cualquiera, sino uno cualificado y crítico que sabía y entendía, que conocía a los corredores, a todos, los consagrados, los jóvenes, los chavalillos, y que cuando te reprochaba algo lo hacía con argumentos. Cuando te hablan así sabes que enfrente tienes un interlocutor válido, aunque sea crítico contigo, y que puedes mantener una conversación sobre ciclismo”, reflexiona Delgado, que coincidió, como Bahamontes con Loroño, en época, los 80, y escenario, la montaña, con Marino Lejarreta, el corredor que fue aún más grande que su enorme palmarés.

La afición le adoraba. “A la gente le gustaba el espectáculo”, sentencia Delgado. Y eso era Marino. Una gozada de ciclista que perdía carreras y ganaba adeptos, admiradores, devotos. Corría con el corazón. Le dejaba hablar a él, que se expresara, que se sintiera libre para atacar y perder, que era como ganar. En el podio, segundo tantas veces, los honores del público, la admiración y los aplausos eran para él. “Pero a la vez, a nosotros que éramos sus rivales nos agradecían y valoraban si dábamos eso que ellos querían: espectáculo. Yo siempre me he sentido querido en el País Vasco. Y corredores como Belda que se morían en la bicicleta, también. Eso era lo que pedían”, traza Delgado.

Marino, generoso en el esfuerzo ciclista pero a la vez cercano, humano, un tipo normal, de carne y hueso al que se podía tocar, al que se le podía hablar con naturalidad si te lo cruzabas por la calle, encarnaba todo aquello que admira la afición vasca y que resume Jean Marie Leblanc, director del Tour de Francia desde 1989 hasta 2005, cuando dice que el ciclismo es un deporte “que adoran los vascos porque, quizás, simboliza los valores que han forjado su carácter como pueblo: coraje, perseverancia, audacia, nobleza…”. Eso son los ciclistas para la afición vasca, independientemente del maillot, el nombre o la bandera. Por eso les admiran. “Son justos y apasionados”, ensalzaba Jens Voigt en una carta de agradecimiento; “son leales. No importa si hay 5 grados con nieve ni con lluvia, ni sol de verano, siempre están prestos a echar una mano cuando sufres. Te animan igual que seas el mejor ciclista del mundo o vayas en el grupeto”.

Eso simbolizaba, seguramente más que ningún otro momento, la victoria de Roberto Laiseka en Luz Ardiden en el Tour de 2001. “Recuerdo pocas victorias de etapa en las que el suspense y la simbología fueran tan intensos”, señala Leblanc aquel día en el que los Pirineos se volvieron repentinamente naranjas, el color que identifica desde entonces al ciclismo vasco como un fenómeno social incomparable. “Un boom”, analiza Delgado; “una gran idea que hacía que se reconociese a los aficionados vascos en las carreras, pero que no se debe confundir con la impresión de que la afición vasca nace en ese momento. El ciclismo en el País Vasco ha apasionado siempre”. Desde la cuna.

Hay quien asegura que el País Vasco es la cuna del ciclismo español. Que la Vuelta a España nació ahí. Como algunos de los mejores equipos: el legendario Kas, o el Fagor. Que los corredores, los mejores, todos, de aquí y allá, del Mediterráneo o de los campos de Castilla, viajaban de niños al norte para hacerse ciclistas, una emigración forzosa. La universidad. Ese camino siguió Delgado. Y como él, otros: Mancebo, Sastre, Joaquim Rodríguez, Contador… Todos. O casi.

Paulino no es nadie. Solo un jubilado que pasa los días bajo el cielo castellano, donde nació, tras emigrar a Euskadi en los años 50, la cruda posguerra, no para ser ciclista, sino en busca de trabajo. Lo encontró en una fábrica en Mondragón. Allí se quedó para verlo: la subida a Arrate, la gente de pie en las cunetas esperando entusiasmada, una imagen sublime. Antón Barrutia dice que parte, mucha, de aquella pasión se ha perdido, que ya no es lo mismo. Y Delgado, que cada vez que programan una carrera en televisión, las audiencias en el País Vasco se elevan de manera espectacular. Paulino no quiere escuchar ni una cosa ni otra. Recuerda a Bahamontes y a Loroño, claro, y, riéndose, a Sagarduy, “que era un chuparuedas”. Dice que lo que han visto sus ojitos que no se lo cuente nadie. Mientras, Regina baja con sus padres a comprar el pan a Mungia en bicicleta. Y así, se le van llenando los ojos.